sábado, 23 de abril de 2011

Ventana

Si hay un lugar con el que me identifico en el lugar que vivo, es con las ventanas. Siempre hay una que se convierte en mi favorita, principalmente porque esa es la más amplia de la casa o me permitirá ver a la gente pasar, llegar y también irse. Cuando yo vivía con mis papás, me gustaba mucho la ventana de mi dormitorio, sobre todo en otoño cuando podía ver una fábrica de soles allá bien atrás en el patio. Mi pieza siempre estaba oscura, pero esas esferas naranjas al fondo me alegraban las tardes en que no aspiraba a más que cambiar de posición en la cama. Resulta que hace menos de un año a esa ventana le pusieron rejas y algo con lo que mucha gente convive resultó sumamente doloroso para mí. No superando esto, luego se interpuso una bodega entre mi pena y mi naranjo querido. Dejé de ir a esa casa donde mi ventana dejó de ser la gotita de esperanza (de esa sucia esperanza, como dicen los autores trágicos), también porque en el lugar donde vivo ahora pillé otra muy amplia que me deja ver muchos árboles, la puesta de sol, la cordillera y la gente que viene o se va. Y también ahí busco un poquito de esperanza, me siento largas horas por las tardes a esperar que alguien llegue, forzando la vista y jurando que esa señora con la bolsa del supermercado, o esa otra persona que acaba de bajarse de la micro o la que cruza el parquecito son alguien importante para mí, y que vienen a sacarme de la silla donde me petrifico a esperar.
Me gustaba ver cuando llegaba esa gente que quería ver hace tanto tiempo, a esa persona que acababa de llamar para darle las instrucciones de cómo llegar, esa melena que brillaba tan bonito con el sol y que me traía todo ese calor de allá fuera que en unas paredes azules nunca se encuentra. Y después, la leche con chocolate y las galletas Chiquitín porque tenían un corazón contentito. Pero un día, no hubo más de eso, ni siquiera algo que se le asemejara por más que busqué -y sí, buscaba con la mirada desde mi ventana-. Ahí me quedé esperando otra vez, saltando con cada sonido que hubiera en la escalera, con las zapatillas, con las respiraciones, con la mezclilla rozándose... Hasta que de repente se oyen las llaves y me doy por enterada que no golpearán ninguna puerta preguntando por mí, que esa risa que se oyó no es la que aguardo, ni esa conversación quiere incluirme. Y me siento otra vez, quizás con un té en la mano, a mirar por si una de esas manchitas lejanas viene destinada a sacarme del invierno, aunque sea con forma de pastilla.
Te prometo que nunca, nunca, me olvidaré de este frío ni de los moretones.


Curioso, ya pasó un mes desde el día en que soñaba detener el tiempo con mi total felicidad.
Ilusa.

1 comentario:

  1. Loco, pero miré de ocio el blog, con lo de las ventanas quizás eres como Dinora Douvchinski (o como se escriba)

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